En Justicia e Interior

– María Blanco – 

A tres meses de acabar el año 2016, parece innecesario resaltar, a estas alturas de nuestra historia, las ventajas que se derivan de la libertad de movimiento de personas en general, y en el seno de la Unión Europea, en particular.

El laboratorio de la historia internacional nos ofrece un ramillete de ejemplos hermosos que muestran las enormes posibilidades que millones de personas encontraron en tierras extrañas huyendo de los rigores de desastres naturales, guerras, hambre y miseria desde tiempos inmemoriales. El mundo no sería el mismo si se hubieran erigido muros infranqueables en las fronteras de los países. Desde el éxodo liderado por Moisés, hasta la construcción del ferrocarril en Estados Unidos, o el refugio que buscaron los supervivientes del Holocausto, y del régimen comunista de diferentes países, la esperanza ha sido lo que ha guiado a los seres humanos en su peregrinaje en pos de un mundo mejor para las nuevas generaciones.

La Unión Europea hoy, y la Comunidad Económica Europea antes, son parcialmente el resultado de esta realidad. La movilidad de bienes, personas y capitales ha estado desde su origen en el corazón de ambas instituciones. No en vano, los europeos somos una de las poblaciones que hemos experimentado en primera persona los beneficios de emigrar a países que se han convertido en nuestro hogar y el de nuestros hijos, y también de recibir inmigrantes con cuya inestimable ayuda hemos sacado adelante a nuestras familias y nuestras naciones. Por eso, no es una sorpresa que desde la Unión Europea se promueva el fortalecimiento de un mercado único en empleo, la libre circulación de personas y un espacio único de educación que cualifique a las futuras generaciones y asegure la excelencia en los estudios de nivel superior. El objetivo es claro. Las diferencias en las necesidades económicas de los países miembros pueden aprovecharse si los trabajadores que no encuentran empleo en España pueden hacerlo en Polonia, o en Austria. El portal europeo de la movilidad profesional añade al empleo la ventaja del desarrollo equilibrado y sostenible. Efectivamente, la sostenibilidad, muy citada y poco comprendida, implica ser sensible a los cambios pero flexible para absorberlos. Llevado al terreno económico, es claro que un sistema sostenible requiere permitir la diversidad institucional y eliminar barreras. En una economía global competitiva estas características pueden ser importantes para diferenciarse.

Ahora bien ¿por qué limitarlo a la Unión Europea? ¿Por qué un mercado “único” y no simplemente un mercado abierto? Ciertamente en los orígenes de la UE confluían dos objetivos que, tal vez entonces no era evidente, son incompatibles llevados al extremo: la integración política y la libertad económica. Una completa integración de cualquier región del mundo implica abrir fronteras dentro pero cerrarlas o limitar la entrada a los de fuera. Y eso no es exactamente lo que ha hecho progresar a nuestra civilización occidental. Fueron muchos trabajadores europeos, pero también chinos, los que construyeron el ferrocarril en Estados Unidos a finales del siglo XIX. Fue en Latinoamérica donde muchos españoles, ucranianos, italianos encontramos cobijo. Fue en Australia donde tantos otros emigrantes empezaron una nueva vida. ¿Por qué limitar la libertad comercial, laboral y educativa? ¿Nos hace eso verdaderamente más flexibles? ¿Es nuestro sistema económico más sostenible y adaptable ante posibles cambios inesperados?

Las justificaciones que se suelen ofrecer están, normalmente, relacionadas con el miedo. Ese temor atávico al extranjero, el mejor cabeza de turco de la historia del hombre, se manifiesta peligrosamente en los nacionalismos radicales, y de manera más soslayada, en las restricciones comerciales por razón de “la defensa de lo nuestro”. Sin embargo, la propuesta de protegernos para poder competir no es sino una perversión de la idea de competencia. Se trata de ser mejores para poder competir y eso aplica también al trabajo y la educación.

Podría pensarse, por ejemplo, que la unificación de la educación superior junto con el mercado único de trabajo es un buen tándem que puede hacernos más competitivos respecto a China o los Estados Unidos. Pero lo cierto es que es un error de percepción. Cuando la armonización se convierte en uniformidad forzada, las consecuencias no queridas de la pesada regulación afloran antes o después, y no siempre son reversibles. Protegernos nos hace más débiles a largo plazo, no más fuertes. Los españoles lo hemos vivido en primera persona durante veinte años de autarquía que nos empobreció radicalmente. Es la exposición a lo diferente lo que nos permite aprender y mejorar. Esta idea es aún más clara si nos remitimos al ámbito educativo. Hay que ir allá donde las universidades sean mejores, hay que acoger a estudiantes de cualquier lugar y ayudarles a desarrollar su talento. Y, por la misma razón, hay que atraer a los mejores trabajadores de cualquier lugar del mundo, aquellos que mejor puedan realizar la tarea de que se trate. Y hay que formar a nuestros trabajadores de manera que puedan obtener el puesto de trabajo que mejor se adecue a su talento y formación en cualquier lugar. En términos económicos, se trata de facilitar la correcta asignación de recursos gracias al mercado. Ese mercado libre y abierto que nos ha hecho progresar hasta donde estamos.

María Blanco. Profesora de Economía. Universidad CEU San Pablo

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