En Justicia e Interior

Discurso de Marcelino Oreja Aguirre, Presidente del Instituto Universitario de Estudios Europeos, durante la ceremonia de entrega del Premio Europeo Carlos V que concede la Fundación Academia Europea de Yuste.

Señor,

Presidente del Parlamento Europeo,

Presidenta del Congreso de los Diputados,

Presidente de la Junta de Extremadura y presidente del Patronato de la Fundación Academia Europea de Yuste,

Secretaria General Iberoamericana,

Ministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación,

Ministro de Educación, Cultura y Deporte,

Embajadores,

Padre Prior,

Autoridades,

Académicos,

Señoras y señores,

Deseo Majestad, en primer lugar agradecer vuestra presencia, en esta admirable “Fundación Academia Europea de Yuste” y deciros la emoción que siento, al recibir el Premio Europeo Carlos V, en este marco incomparable y cargado de historia.

Y quiero expresar también, mi reconocimiento al jurado, formado por personalidades eminentes, a quienes manifiesto mi profunda gratitud y mi compromiso de seguir trabajando, con ilusión y con esperanza, por Europa en cuyas instituciones he pasado buena parte de mi vida.

Y permítame Señor, que exprese también mi reconocimiento a todos los asistentes a este bellísimo acto, a mi mujer y mis hijos  que me han asistido siempre, con comprensión y cariño en mis sueños y mis afanes y el recuerdo a mis padres de los que recibí el ejemplo del respeto a valores y principios que han presidido mi vida.

Al volver una vez más a Yuste, deseo poner de manifiesto, lo mucho que me impresiona el lugar donde nos hallamos. Aquí vivió Carlos V, el Rey Emperador, al final de sus días, en este ámbito apacible de descanso para su quebrantada salud y para su recogimiento espiritual.

Aquellos años, bien escasos, fueron para él una etapa de reflexión, en la que revisó las instrucciones que nos ha legado. En ellas resaltan tres recomendaciones: la primera, de carácter religioso, instando a su hijo, el Rey Felipe II, a sostener la integridad de la fe en sus dominios; la segunda, sobre la paz de Europa con los otros reinos; la tercera, aconsejaba buscar una tregua con el turco para asegurarse la paz en el Mediterráneo. De esos tres legados se han de extraer unas consideraciones que, saltando sobre la historia, alcanzan nuestra hora actual.

Se trata de proyectar la integridad religiosa de antaño, en la integridad ética de los principios y valores de la conciencia europea, humanista y democrática, frente al doble asalto del relativismo nihilista y el enroque en los viejos nacionalismos.

Supone también, defender la paz a ultranza, garantizar la unidad y la cohesión interior e impulsar más Europa y mejor Europa, como única alternativa, frente a riesgos involucionistas y desintegradores, si se quiere fomentar una política de convivencia.

Por último significa mantener una Europa integrada y en paz y armonía, para restaurar la unidad de la civitas cristiana.

Ése es el legado del Emperador que quiero rememorar desde la Fundación Academia Europea de Yuste, necesaria y feliz iniciativa -hace 25 años- de un brillante profesor, José Antonio Jáuregui, culto, entusiasta, soñador que imaginó su creación junto a su maestro Salvador de Madariaga y contó desde el principio con la plena colaboración del Presidente de la Junta de Extremadura y Académico, Juan Carlos Rodríguez Ibarra y sus sucesores y con el respaldo de Sus Majestades los Reyes. A todos, y al equipo de profesionales que ha tenido siempre detrás, firmemente comprometidos con el proyecto europeo, debemos gratitud y reconocimiento.

Y deseo poner de manifiesto mi reconocimiento entusiasta a la Red Europea de Alumni de Yuste, representada aquí por Delia Manzanero que tan brillantemente encarna la juventud que es el futuro de Europa.

Quiero recordar también, que este acto se celebra un 9 de mayo, día del aniversario de la declaración Schuman que fue la que puso en marcha todo el proceso de la integración que ahora celebramos y que fue un martes como hoy.

Señor,

Nunca pude imaginar que ya en el atardecer de mi vida, pudiera recibir esta distinción, corona de mi vocación europea, que arranca de mi juventud, cuando descubrí al final de los años 50 en la Academia de Derecho Internacional de La Haya al preparar mi tesis doctoral junto a mi fraternal amigo, Juan Antonio Carrillo Salcedo, que Europa no es sólo una comunidad de intereses, sino una Comunidad ejemplar de civilización.

Pasados los años, tuve la fortuna de escuchar a Su Majestad el Rey Juan Carlos I el 22 de noviembre de 1975, las palabras solemnes que pronunció ante el Pleno de las Cortes, al iniciar su reinado: “Europa deberá contar con España y los españoles somos europeos. Que ambas partes así lo entiendan y que todos extraigamos las consecuencias que se derivan”. A partir de entonces, SM. El Rey fue el gran promotor del cambio político con un amplio respaldo popular.

España pudo mirar con serenidad el futuro. Los políticos y la sociedad española hicieron el gran milagro de considerar que la prioridad de entrar en Europa era una cuestión de Estado. No sería bueno perder hoy la memoria del pasado y de aquel acierto.

El año 1977 formando parte del Gobierno de Adolfo Suárez, que impulsó el proceso de integración, recibí una carta del Embajador de España ante las Comunidades Europeas, Raimundo Bassols, actualmente profesor de la Universidad CEU-San Pablo, a quien he considerado siempre maestro en temas europeos, aconsejando que el gobierno que saliera de las urnas el 15 de junio presentase urgentemente la solicitud de adhesión a las Instituciones Comunitarias.

Así se hizo. El 26 de julio al salir hacia Bruselas declaré que “la opción adoptada por el Gobierno contaba con el respaldo de todas las fuerzas políticas para solicitar el ingreso de España en el Mercado Común”. El mes de noviembre con el mismo respaldo, tuve el honor de firmar en Estrasburgo el Convenio de Derechos Humanos y Libertades Fundamentales y la adhesión de España al Consejo de Europa.

Una institución en la que trabajé como Secretario General en estrecha colaboración con un gran europeo, Iñigo Méndez de Vigo y propusimos el Camino de Santiago, como primer itinerario cultural Europeo.

Ocho años más tarde, el 12 de junio de 1985, en el solemne acto de firma del Tratado de Adhesión a las Comunidades Europeas, en el Palacio Real de Madrid, bajo la presidencia de SS.MM los Reyes, el Presidente del Gobierno -Felipe González- manifestó: “La entrada de España en Europa es una cuestión de Estado, que refleja el deseo abrumadoramente mayoritario de los ciudadanos, de modo que la integración de España se identifica con los ideales de libertad, progreso y democracia”.

Más allá de los políticos, para la gran mayoría del pueblo español, entrar en la Comunidad Europea representaba el anclaje en la democracia; el final del doloroso aislamiento internacional que habíamos padecido; la garantía al respeto de las libertades, a los Derechos humanos, al Estado de Derecho y la posibilidad de alcanzar, aunque fuera con algún retraso, el horizonte nuevo del proceso europeo de integración política y económica del que España no debía estar ausente.

Y me atrevería a decir que el proyecto europeo de nuestra joven democracia fue el gran proyecto político de la Transición. Conseguimos dejar de ser periferia, volvimos a tomar conciencia de nuestra secular identidad europea y nos apropiamos de la idea de Europa para España, para nuestro proyecto nacional, como algo nuestro.

Y llegamos al presente. Escucho a veces con tristeza la voz de una minoría de euroescépticos y eurófobos que preguntan ¿Europa para qué? No sé si somos conscientes los españoles de que España es el Estado de las Comunidades Europeas que más se ha beneficiado, en términos absolutos, de la política comunitaria de fondos estructurales y de cohesión y el que ha contribuido también a su progreso y desarrollo.

Transcurridos más de treinta años de nuestro ingreso, podemos preguntarnos cuáles son las circunstancias que se han producido en este tiempo en el escenario comunitario. Se han recorrido etapas importantes en el proceso de integración: la Unión Aduanera, el paso al Mercado Común, un vasto Mercado Interior, la Unión Económica y Monetaria, la Ciudadanía europea -por cierto a iniciativa de Felipe González-, una Defensa Común, aún insuficiente, y una política de Justicia y de Interior Comunes. No olvidemos que la Euro-Orden fue una propuesta de España.

Hoy la Unión Europea es la primera potencia comercial del mundo y primer donante de ayuda al desarrollo. Los europeos tenemos vocación universal, porque no en vano nuestro continente ha sido pionero en promover el libre comercio, la ayuda a la cooperación y la ayuda humanitaria en situaciones de conflicto.

Se impone ahora generalizar la necesaria legitimidad democrática y responsabilidad en la toma de decisiones, sobre la base del ejercicio común de la soberanía. Porque eso significa a mi juicio el proyecto europeo. No se trata de un Estado, ni de una Federación, ni de una Confederación. Es un espacio público compartido sobre la base de cesiones de soberanía, no para que unos hagan uso exclusivo de ella, sino para compartirla con los demás desde instituciones supranacionales aprobadas y valoradas por todos.

Jacques Delors, que fue el primero en recibir el Premio Europeo Carlos V, nos recordaba siempre en la Comisión que la base del proyecto europeo eran sus tres componentes: la competitividad que estimula, la cooperación que nos hace más fuertes y la solidaridad que nos une.

Vivimos momentos de incertidumbre en algunos países europeos. Si bien, el resultado de las elecciones presidenciales en Francia han sido un gran alivio. Es la victoria por una Europa unida. No podía ser de otra forma en la tierra de Schuman, Monnet y Delors. Actualmente padecemos la mayor crisis de refugiados desde la II Guerra Mundial y carecemos de una política de refugio y de asilo y de una política eficaz de fronteras. Los atentados terroristas han golpeado el corazón de nuestras ciudades. Están emergiendo nuevas potencias mundiales, mientras que las antiguas se enfrentan a nuevas realidades y uno de nuestros Estados miembros ha votado a favor de abandonar la Unión aunque antes deberá cumplir los compromisos adquiridos. Éste puede ser el momento para que España se incorpore, como ya viene haciendo, al núcleo duro, donde se toman las decisiones y contribuir con los demás países por una Europa de más calidad democrática y con unas competencias más acordes con las necesidades de nuestro tiempo.

A la vista de lo que está sucediendo, como recordaba hace días el Presidente del Instituto Elcano, Emilio Lamo de Espinosa, “no pocos aseguran que los “cisnes negros” -los eventos improbables- son más y más frecuentes y debemos acostumbrarnos a pensar lo “impensable””.

La crisis económica ha supuesto un envite fuerte a la solidez de la moneda única, del euro, la corona del mercado común; y la crisis del euro es todo un indicador de cuanto nos preocupa.  Recordemos que no es posible avanzar en una Unión Economica y Monetaria y en un Mercado Común sin progresar en la gobernanza económica. Pero esto significa también, saltar desde la economía común a la política común.

En suma, debemos actualizar el proyecto europeo si queremos garantizar el futuro y mostrar su utilidad para satisfacer los intereses y salvaguardar los derechos de nuestros ciudadanos.

Para ello urge formular un nuevo ideal, que movilice a los ciudadanos a favor de Europa.

Entre los principales ejes de la Europa del futuro destacaría los siguientes:

– reforzar el pilar social de la Unión Europea.

– forzar la Unión europea de la defensa.

– ordenar la globalización.

– proseguir el proyecto europeo con ritmos diferenciados de integración desde el respeto al principio de subsidiariedad, un término que procede de la Encíclica Rerum Novarum y en cuya virtud cada institución debe hacer lo que esté en mejores condiciones de realizar al servicio de los ciudadanos.

Estos son algunos ejemplos que; a mi juicio, perfilan la Europa del futuro. Una Europa más sencilla en sus procedimientos, más comprensible y cercana. Una Europa mejor, más justa, más solidaria; una Europa que dé respuestas concretas a los problemas de los europeos; que actualice el relato, que asuma con convicción su responsabilidad para promover el modelo social europeo, para defender con una sola voz sus intereses en un mundo cada vez más complejo e interconectado. Un Europa política, una Europa social, una Europa que lidere en el mundo un desarrollo económico y social más sostenido e integrado.

Concluyo Señor mis palabras en esta bella iglesia del Monasterio de Yuste con la emoción del Premio y el recuerdo de vuestros discursos europeos que tanto nos reconfortan. El más reciente en la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa en el que habéis manifestado que “España apuesta por una Europa más justa ante las desigualdades, más cohesionada y con mayores cotas de integración. Porque Europa es algo más que un espacio geográfico definido por la historia; es una empresa por la que vale la pena luchar aunque el camino pueda ser arduo”.

Gracias Señor por vuestro mensaje y vuestro compromiso y gracias a todos por su presencia en este acto tan emotivo, y solo me queda reiterar que  mientras pueda, seguiré esforzándome para hacer camino al andar y para poder decir al final con San Pablo: “He combatido el buen combate, he terminado la carrera, he conservado la fe en el corazón”.

Marcelino Oreja Aguirre. Presidente del Instituto Universitario de Estudios Europeos

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