En Justicia e Interior

– Ignacio Blanco Alfonso – 

Cuando en 1926 Walter Lippmann afirmó que, “en sentido estricto, la crisis actual de la democracia es una crisis de su periodismo” (Liberty and the News, 1926), el intelectual estadounidense no podía imaginar que sus palabras resonarían con tanta actualidad casi un siglo después. Pero el hecho es que asistimos al final de las noticias tal y como las conocemos.

Emily Bell, directora del Tow Center for Digital Journalism, de la Universidad de Columbia, señala que el cambio sufrido por el periodismo en los últimos 5 años ha sido mayor que en los últimos 500 y avisa de que este cambio consiste, básicamente, en que los editores han perdido el poder de la distribución de las noticias (“The End of the News as we Know it: How Facebook is Eating the World”, 2016). Ahora son las grandes plataformas como Facebook las que controlan dicha distribución, pero con la agravante de que lo hacen con algoritmos opacos e impredecibles.

Facebook es visto por la prensa tradicional como el gran devorador del periodismo. En el paradigma de la comunicación anterior a Internet (Laswell, 1948), el periodismo profesional era previsible en la medida en que se conocía al emisor y al propietario del canal. En el actual paradigma digital todo eso ha saltado por los aires. Cantidades ingentes de informaciones pseudoperiodísticas circulan por Internet con apariencia de veracidad, alcanzando a millones de ciudadanos, sin que sepamos a ciencia cierta quién está detrás de esos mensajes y qué intereses los motivan.

El punto de inflexión se produce en la segunda mitad de 2016. Las victorias contra todo pronóstico del Brexit y, unos meses después, de Donald Trump removieron los cimientos de nuestras democracias, enfrentadas por primera vez al hecho de que el relato dominante en la opinión pública procedía de emisores no identificados que habían acaparado la atención de enormes masas de ciudadanos en canales de información no convencionales.

En 2017, Facebook tuvo que reconocer que 126 millones de estadounidenses recibieron noticias falsas durante la campaña electoral de 2016. Ahora sabemos que los trolls rusos publicaron entre 2015 y 2017 más de 80.000 entradas en Facebook que alcanzaron al 40% de la población norteamericana, según cálculos de la propia red social. Zuckerberg ha anunciado que, para finales de 2018, veinte mil empleados de Facebook se dedicarán exclusivamente a monitorizar contenido pernicioso.

Noticias fabricadas, falseadas o deformadas, bulos y rumores interesados han existido siempre. Lo novedoso del fenómeno de las fake news es la rapidez y la virulencia con que se propagan en el ecosistema digital. También el grado de sofisticación y la apariencia de veracidad que han adquirido.

Pero lo más grave, en mi opinión, es que nos acostumbremos a convivir con las fake news. Según el Eurobarómetro de abril de 2018, el 37% de los europeos asegura que recibe noticias falseadas diariamente, y el 31%, una vez a la semana. El 83% de los europeos piensa, además, que la desinformación es un grave problema para la estabilidad democrática.

Que las fake news sean percibidas como un fenómeno inevitable de las redes sociales está produciendo un daño social más profundo del que inadvertidamente se pueda creer. Una investigación llevada a cabo en 2016 por la Standford Graduate School of Education (Estados Unidos) concluía que, si bien puede que los actuales jóvenes sean la primera generación digital, tienen sin embargo terribles dificultades para distinguir lo que es real de lo que no. Afirma Howard Schneider, director del News Literacy Center de la Stony Brook’s University que “la gran amenaza no es que los estudiantes caigan en el engaño de una noticia falsa, sino que están empezando a dudar de las noticias verdaderas”.

El problema es, obviamente, global y transnacional. En 2015, el Consejo Europeo reconoció abiertamente “la necesidad de contrarrestar las actuales campañas de desinformación de Rusia” y ordenó la creación del East StratCom Task Force (Equipo de Estrategia de Comunicación para el Este). Tras la experiencia del Brexit en 2016, el auge de partidos populistas y nuevos desafíos como el independentismo y la xenofobia han llevado al Consejo Europeo a reforzar aquellas previsiones con la creación de un grupo específico de 40 expertos de alto nivel presidido por la profesora Madeleine de Cock, de la Universidad de Utrech, cuyo cometido es diseñar un plan estratégico global contra las fake news que deberá estar operativo a finales de 2018. Por ahora solo han trascendido unos resultados preliminares descriptivos, pero no resolutivos.

Sin embargo, demasiados indicadores nos alertan de que ha llegado el momento de intervenir desde diferentes planos complementarios: legislativo, político, policial, científico-académico, tecnológico y educativo. Cualquier iniciativa debe concebirse como parte de una acción integral de lucha contra las noticias falseadas, aunque vistas las dificultades para consensuar una acción legal y policial respaldada por todas las partes, deberíamos optar por la vía pedagógica de la alfabetización mediática.

La Unión Europea podría fomentar acciones educativas en los Estados miembro, premiando a las comunidades educativas más comprometidas con este fin y financiando proyectos de investigación encaminados a diseñar programas de alfabetización mediática dirigidos a la población juvenil. Los estudiantes de Bachillerato de la Unión Europea serían unos excelentes receptores de esta acción encaminada a formar ciudadanos competentes para distinguir las noticias falseadas de las verdaderas.

El Oxford Dictionary seleccionó en 2016 post-truth como palabra del año al haberse disparado su uso un 2000% durante 2015. Posverdad define un estado social en el que las emociones tienen más peso en la toma de decisiones del individuo que los hechos objetivos. Este giro emocional que domina la comunicación política en los últimos años supone un campo abonado para populismos de todo tipo. Por el contrario, la información rigurosa, contrastada y verificada es la base para una democracia sólida y consistente. El funcionamiento de la democracia se fundamenta en la confianza y en el conocimiento de los hechos objetivos y demostrados. Sin información verdadera no es posible la libertad, y sin libertad no es posible la democracia.

En conclusión, #mipropuesta para la Unión Europea consiste en combatir la desinformación y las noticias falseadas a través de la educación mediática como estrategia para salvar la esencia de nuestra democracia. ­­­­

Ignacio Blanco Alfonso. Profesor titular de Periodismo. Universidad CEU San Pablo.

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