En Justicia e Interior

-Marta Hernández Ruiz-

La Comisión Europea y la Alta Representante publicaron el 14 de junio una Comunicación conjunta para valorar la estrategia contra la desinformación desarrollada desde comienzos de año hasta las elecciones europeas. Y la conclusión a la que llega es claramente optimista: “resulta evidente que las medidas adoptadas en el marco del Plan de acción conjunto contra la desinformación y el paquete electoral específico contribuyeron a impedir los ataques y a desenmascarar la desinformación”.

Una frase contundente que evidencia que han alcanzado los objetivos que se propusieron. Es decir, definieron la desinformación y establecieron los criterios cuantitativos que debían alcanzar para que la estrategia fuese un éxito.

Por tanto, la definición del problema es la clave de la estrategia. La Comisión recuerda en el propio informe que entiende desinformación como la “información verificablemente falsa o engañosa que se crea, presenta y divulga con fines lucrativos o para engañar deliberadamente a la población, y que puede causar un perjuicio público. La desinformación no incluye los errores involuntarios, la sátira y la parodia, ni las noticias y comentarios partidistas claramente identificados”.

Esta aproximación presupone que la intencionalidad de mentir es el eje de la desinformación. Y la intencionalidad es un criterio subjetivo prácticamente imposible de medir. Por tanto, para que la Unión Europea pueda seguir avanzando en su estrategia contra la desinformación, es primordial que convierta la falta de veracidad de la información periodística en el nuevo eje de la definición.

Pongamos un ejemplo. Cuando los medios tradicionales normalizan la falta de rigor periodístico y, como consecuencia, cometen errores sistemáticos que confunden a la sociedad, ¿están desinformando? ¿serían excepciones? ¿entrarían en la casuística de “divulgar con fines lucrativos” por priorizar la instantaneidad para obtener clics? Una de las medidas que proponía el Parlamento Europeo antes de las elecciones europeas para combatir la desinformación era poner en duda las noticias que no procediesen de medios tradicionales. Por tanto, no parece que se estén considerando como parte del problema.

Si se observa el histórico de la lucha contra la desinformación de las instituciones europeas desde 2015, apenas se han desarrollado aproximaciones al problema como fenómeno global y endémico del periodismo; desde la crisis económica de 2008 se han flexibilizado tanto los criterios de veracidad (atribuir las fuentes, contrastar la información, seleccionar noticias por su relevancia y no por el entretenimiento que producen, etc.) que la falta de cumplimiento se ha normalizado. Hoy en día resulta habitual encontrar piezas construidas íntegramente por fuentes off the record o titulares sensacionalistas que enmarcan la realidad.

Esa normalización la aprovechan los agentes que quieren intencionadamente desestabilizar la sociedad europea. Su estrategia consiste en observar cada sociedad y proponer piezas sin fuentes que se hacen virales porque pueden disfrazarse de noticias reales. El ciudadano no identifica el engaño, puesto que está acostumbrado a leer piezas similares que, presuntamente, no tienen intención de engañarle. Si cada vez son menos las que contrastan la información y atribuyen las fuentes, ¿por qué debería extrañarle la que viene de Rusia? ¿No sería, por tanto, necesario redefinir la desinformación como un problema de veracidad y no ver sólo la punta del iceberg?

La punta del iceberg que obsesiona en Bruselas es la injerencia rusa – un problema que no conviene minusvalorar-. Las instituciones europeas definieron la desinformación a partir de este problema. Y eso explica que toda la estrategia naciese del Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE), aunque poco a poco se fuese reforzando con una estrategia interinstitucional. También evidencia por qué se ha elevado la financiación de los grupos operativos de comunicación estratégica del SEAE, especialmente del Grupo de Trabajo sobre Comunicación Estratégica del Este. Así lo muestra el propio informe, que define la actividad rusa como “amenaza híbrida”, destacando que se “ha puesto de manifiesto una actividad de desinformación continuada y sostenida por parte de fuentes rusas con el objetivo de desalentar la participación electoral e influir en las preferencias de los votantes”.

Se está actuando de forma muy eficaz para solucionar esta parte del problema y, de hecho, la ayuda de Google, Facebook y Twitter, que a su vez se nutren del trabajo de los verificadores de datos, está siendo clave. Estas empresas han mejorado el control de anuncios en sus plataformas y han implementado sofisticados sistemas de detección de bots. A nivel mundial, explica el informe que entre enero y mayo de este año Google retiró más de 3,39 millones de canales de Youtube, Facebook desactivó 2,19 millones de cuentas falsas, intervino 168 páginas con sede en la UE por identificación de bots y Twitter deshabilitó 77 millones de cuentas a nivel mundial por la misma razón.

La UE ha entendido la necesidad de ampliar el concepto de desinformación para poder combatirlo en su totalidad, como muestra la publicación del Código de Buenas Prácticas de la Comisión de 2018. El siguiente paso es seguir recorriendo ese camino y entender la desinformación como un problema colindante al de la falta de rigor periodístico. Y ese problema afecta también a los medios tradicionales.

Es preciso prescindir de la intencionalidad como criterio clave para definir la desinformación. La mentira tiene efectos masivos en la sociedad, sea deliberada o fruto de rutinas periodísticas aceleradas. La UE debe dirigir sus esfuerzos al propio sector periodístico: hay que trabajar en los mecanismos de alerta temprana con los Estados miembros, con el fin de identificar aquellos medios que incumplen los criterios básicos de veracidad de forma masiva y sistemática. Hay que ponerlo de relieve para que la ciudadanía sea consciente de ello, puesto que este será el único aliciente que pueda llevar al medio a mejorar. Y, por esta misma razón, hay que incidir en un esfuerzo divulgativo. Hay que instruir a la sociedad para que identifique la ausencia de veracidad y, por tanto, el riesgo de desinformación. Hay que incidir en la alfabetización mediática: los ciudadanos deben aprender a identificar las mentiras, provengan de donde provengan.

Marta Hernández Ruiz. Profesora de Relaciones Internacionales y Unión Europea en la Universidad CEU San Pablo. Doctora en Estudios Europeos con Mención Internacional por la Universidad CEU San Pablo.

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