En Ciudadanía, Educación, Cultura, Principios y Valores

– Eugenio Nasarre –

Si queremos comprender y fortalecer con fundamento la concepción de la Unión Europea como una “comunidad de valores”, hemos de dirigir nuestra mirada a sus orígenes. Es ésta una cuestión crucial para el futuro de Europa. Por una sencilla razón: si aspiramos a dar algunos pasos más hacia una “unión más estrecha”, a compartir más  soberanía, a mejorar nuestras instituciones y políticas, deben ser reforzados los pilares sobre los que se ha edificado nuestro proyecto europeo. Y para esta operación conviene tener las ideas claras, como las tuvieron los padres fundadores, y una voluntad firme para defenderlas frente a sus enemigos exteriores e interiores.

El gran historiador Federico Chabod escribió que “en el período decisivo de la formación del sentimiento europeo y del proyecto de integración los factores morales y culturales tuvieron una primacía absoluta, si no exclusiva”. Si estos factores morales -lo que llamamos los valores de la Unión- desfallecieran o se desvirtuaran, el proyecto europeo quedaría sin savia y se debilitaría gravemente. Y tal hipótesis -digámoslo con preocupación- ahora no es un fantasma remoto, una mera fantasía o la pesadilla de un mal sueño.

Aclaremos que los valores, enunciados sintéticamente en el artículo 2 del Tratado de la Unión, son valores substantivos. Una concepción meramente procedimental de la democracia, como algunos intentan imponer ahora, no responde al humus filosófico y cultural compartido por quienes pusieron en marcha el proyecto de la Europa Unida. Ante todo, era un proyecto de paz, porque sus impulsores creían un deber imperioso evitar el suicidio de Europa. Pero no era una paz a cualquier precio. La amarga experiencia de los totalitarismos (tanto los derrotados, el nazismo y el fascismo, como el vencedor, el comunismo, junto con las democracias occidentales) les hizo asentar el proyecto de la Unión sobre valores diametralmente opuestos a los de los regímenes totalitarios.

Esa visión inequívoca de los líderes (y los partidos y fuerzas sociales) que reconstruyeron las democracias en Europa Occidental así como el férreo imperialismo soviético, con su Telón de Acero, hizo que coexistieran en el continente europeo dos modelos sociales, económicos y políticos antagónicos hasta la caída del muro de Berlín, que supuso el fracaso histórico del socialismo real. Si lo quisiéramos definir con una palabra, el proyecto de integración europea era un proyecto antitotalitario. Y por esa misma razón sus fundamentos axiológicos no podían descansar en el positivismo jurídico, que había sido la doctrina en la que se habían sustentado los poderes del Führer o del Duce. Un iusnaturalismo con diversas fuentes doctrinales impregnó el clima jurídico de reconstrucción de las democracias. El gran jurista alemán antinazi Heinrich Rommen ejerció una influencia decisiva, al poner el dedo en la llaga sobre las consecuencias de abrazarse a una concepción puramente positivista del Derecho.

Los padres fundadores dejaron sentado desde el principio con claridad que la democracia liberal es el único sistema que puede garantizar la primacía de los valores básicos propios de una sociedad al servicio de la dignidad humana que se pretendía edificar. La democracia liberal tiene sus reglas que hay que respetar escrupulosamente: elecciones periódicas con plenas garantías, parlamento que represente a la ciudadanía y que permita el control del gobierno, pluralismo político que permita la alternancia del poder. La futura Unión se concibió, así, como un club de naciones democráticas. Ningún país que no cumpliera los requisitos de una verdadera democracia podría ser miembro de la Unión.

Pero las democracias no están sólo sometidas a las reglas de la mayoría, como hoy sostienen algunos populismos. Tienen que estar sometidas al imperio de la ley y a las reglas del Estado de Derecho, cuya misión es garantizar los derechos de la persona y sus libertades, fundados en su dignidad. Se trata de un Estado que, a diferencia de los Estados totalitarios, debe concebirse con poderes limitados, siempre sometidos al control jurisdiccional, ejercido por una justicia independiente, y que no deben ahogar las iniciativas de la sociedad.

Porque el valor fundamental de una sociedad basada en la dignidad de la persona es la libertad. La libertad, cada una de las libertades, siempre están en riesgo. No se trata tan sólo de la libertad política, sino también de las libertades en los ámbitos social y económico. Por eso, el modelo económico de la Unión es la “economía social de mercado”, constitucionalizado en el art. 3.3 del Tratado de la UE, un modelo que se basa en la libertad económica y en el mercado, que ha de estar sometido a unas reglas, que aseguren una limpia competencia y un justo equilibrio de los factores de producción (capital y trabajo).

Los padres fundadores dejaron sentado desde el principio con claridad que la democracia liberal es el único sistema que puede garantizar la primacía de los valores básicos propios de una sociedad al servicio de la dignidad humana que se pretendía edificar

Y, junto al valor de la libertad, la solidaridad ocupa un lugar central, lo que ha propiciado el llamado “modelo social europeo”, que es una seña de identidad de la Unión y que hemos de mantener a toda costa y fortalecer. Pero con una advertencia, que resulta indispensable formular en nuestro tiempo, a saber, que este “modelo social” no requiere que las políticas de protección social orientadas a procurar una vida digna y a evitar que nadie se quede en la cuneta (igualdad de oportunidades) sean  monopolio de los poderes públicos. La libertad es un valor del que no se puede prescindir en este ámbito, si no queremos cambiar de sociedad. De modo que, aplicando el principio de subsidiariedad, la sociedad misma, por iniciativa propia, debe participar en la provisión de los servicios que una sociedad solidaria reclama.

En los debates sobre el futuro de la Unión todos estos principios y valores han de estar presentes y deben ser vigorosamente defendidos, sin desvirtuarlos o mutilarlos. Tres son los riesgos que corren en la Europa de nuestros días: los que nacen de los populismos que pretenden trastocar las reglas de la democracia; los que proceden de quienes propugnan políticas excesivamente intervencionistas por asfixiar la libertad; los que se afanan en imponer políticas que devalúan el concepto de dignidad humana y no respetan la naturaleza de las cosas.

A mi juicio, los valores de la Unión están suficientemente enunciados en el Tratado y en la Declaración de Derechos que lo acompaña y que procede de la non nata Constitución Europea. No hay que modificarlos sino defenderlos con todas sus implicaciones. No caigamos en la tentación de la “inflación” de derechos, porque toda inflación conduce a la devaluación. Esta Europa se ha construido con el amor a la libertad, una libertad que genera deberes y responsabilidades. Es esa libertad, la libertad de los clásicos, la que debe impregnar los avances en la construcción europea.

En el Mensaje a los europeos, con el que concluyó el Congreso de La Haya de 1948, presidido por Winston Churchill y pistoletazo de salida de la Unión Europea, se decía: “La conquista suprema de Europa se llama dignidad del hombre y su verdadera fuerza está en la libertad. Tal es el envite final de nuestra lucha. Es para salvar nuestras libertades adquiridas, pero también para extender su beneficio a todos los hombres por lo que queremos la unión de nuestro continente”.

El mundo en que vivimos presenta desafíos no tan lejanos de los que afrontaron los padres fundadores. Lo mismo que entonces nuestra respuesta debe alimentarse de los mismos valores, sencillamente porque no hay otros mejores.

Eugenio Nasarre, vicepresidente de Movimiento Europeo en España.

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Comments
  • María Antonia Aviles
    Responder

    Muy bueno el artículo y conveniente recordar los fundamentos de la creación de la Unión Europea

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