En Justicia e Interior

En 1958, cuando preparaba yo la oposición a la Carrera Diplomática, acudí al profesor Tierno Galván para pedirle orientación para el ejercicio de Cultura General. Me recomendó varios libros y uno de ellos fue el que ahora presentamos. Lo leí atentamente y al escuchar el título de la pregunta que leyó el Secretario del Tribunal de la oposición, “España como compendio de Europa”, tuve una sensación de alivio y acudí al recuerdo de ‘El Rapto de Europa‘, que desde entonces he tenido siempre al alcance de mi mano.

He olvidado lo que escribí entonces pero sí puedo decirles que Europa como destino y vocación de España, me ha perseguido a lo largo de mi vida profesional, ya que en Europa ha transcurrido buena parte de mi quehacer tanto en sus instituciones europeas y, desde hace casi 20 años, en este Instituto de Estudios Europeos.

Para mí Europa es y ha sido siempre conjuntamente el destino y la vocación de España. Es destino por la pertenencia necesaria a ella desde el punto de vista geopolítico, lingüístico, cultural e histórico. Basta recordar la colonización romana, a la que debemos nuestra unidad en la lengua, en el derecho, en el arte. Si “la lengua es la sangre del espíritu”, como decía Unamuno, Roma nos transfundió su sangre, y con ella mores y valores, desarrollo intelectual y material, al que se conoce como romanización. Roma, sin anular del todo nuestras viejas costumbres, nos llevó a la unidad legislativa, a todos los extremos de nuestro suelo; creó una red de vías militares; plantó en las mallas de esa red colonias y municipios, reorganizó la propiedad y la familia sobre fundamentos robustos y mezcló su propio destino con el nuestro, hasta el punto de alcanzar un brillante periodo cultural al que se conoce como hispanorromano. España debe su fundamental elemento constitutivo en la lengua, en el arte, en el derecho, a la latinidad, que es una forma de vida.

La segunda contribución de destino fue el germanismo de la alta media, que reforzó nuestra unidad política y religiosa como reino independiente en la España visigoda, afianzó el cristianismo e implantó los hábitos del feudalismo como un tipo de organización social que ha promovido valores propios, tales como el cultivo de la individualidad, el honor, la lealtad, la exigencia de que el derecho ha de responder al esfuerzo en su conquista. Faltaba otra unidad más profunda, la unidad de la creencia. Solo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime. Esta unidad nos la dio el cristianismo.

Esta triple herencia es la que ha hecho a Europa como una comunidad de creencias y valores, de destino cultural e histórico, al que pertenecemos. Y a ella se ha referido Díez del Corral al afirmar que “Europa como sociedad”, esto es, “como convivencia de hombres bajo un determinado sistema de usos, -derecho, opinión pública, poder político- existe con anterioridad a las naciones europeas”.  En lugar de ver a Europa como el resultado de una integración política, hay que invertir la perspectiva y verla como la placenta común vivificadora y nutricia de todas las naciones europeas.

Coincide así con Ortega, para quien es un error pensar que Europa es una figura histórica que acaso en el futuro se logre realizar. No, Europa no es solo futuro, sino algo que está ahí desde un remoto pasado; más aún, que existe con anterioridad a las naciones hoy tan claramente perfiladas. Lo que sí será preciso es dar a esta realidad tan vetusta una nueva forma. [1]

Es en este punto donde gira todo el planteamiento: Europa, como destino al que se pertenece, se convierte en vocación de lo que hay que llevar a su madurez.  En este nuevo sentido, Europa es y ha sido históricamente una vocación de España; hemos contribuido positivamente a la forja de Europa desde la profundidad de nuestra historia.

La vocación europea de España se muestra ya en la defensa durante siglos de la frontera sur de Europa frente al Islam. La larga dominación musulmana en la península dejó, ciertamente, profundas huellas en la sensibilidad, la lengua, el arte, la ciencia y las costumbres de España, como no podía ser menos, pero no supuso una arabización del sustrato romano-germánico, que se resistió a ella, por mor de su fe y cultura propias, y en el empeño de restaurar la unidad de la Hispania perdida con la invasión.

Habría sido muy distinto el destino de la población europea y de su evolución cultural si un país como España no hubiera actuado de baluarte de la civilización cristiana, a la par que el temprano Renacimiento de la corte de Alfonso X, el Sabio, ensayaba una fórmula fecunda de convivencia cultural entre las tres religiones del Libro. Más tarde será el emperador Carlos V, restaurador de la idea del Sacro Imperio Romano Germánico que se afanó por mantener la unidad religiosa de la Cristiandad, y luego, su hijo Felipe II, promoverá la Liga frente al turco en el Mediterráneo, en la otra frontera oriental del islam, y preservará con el triunfo de Lepanto la suerte de la Cristiandad para varios siglos de pacificación.

Como recuerda en “El Rapto de Europa” Díez del Corral, ningún otro pueblo europeo le ha dado una osamenta político-militar y espiritual más unitaria y estable al continente y, con todos sus defectos, ninguno procedió más desinteresadamente, con más elevada y sacarificada vocación y, en definitiva, cualquiera que sea el juicio que los incidentes históricos de la empresa merezcan, con más ingenua fe. España se vendría abajo por y con Europa; es decir, con su idea de Europa. No era, claro es, la que gustaba, por lo menos enteramente, a los otros pueblos europeos; pero no puede negarse que tal manera de fracasar tiene un especial interés tanto desde el punto de vista de la historia hispana como de la europea.

He ahí el rapto de Europa.

Es cierto que a partir del cierre ideológico decretado por Felipe II, cuando se inicia el distanciamiento de España con respecto a las corrientes centrales de la Europa moderna -la ciencia físico-matemática, la nueva política secular, la industria y la economía-. A ello se añade el nuevo horizonte proyectivo que se vislumbra a raíz de la conquista y colonización americanas que dio lugar a una realidad transeuropea, al insertarse los valores y proyectos hispanos de cultura, de lengua, de concepción religiosa y dinámica social, en un nuevo espacio colectivo que Marías evoca con el nombre clásico de “las Españas”.

Será ya en la Restauración canovista, que supuso un periodo de templado liberalismo y reindustrialización del país, y más concretamente, en el periodo de entresiglos (1890-1910) tras el derrumbe definitivo del Imperio español y la crisis de la mentalidad castiza, cuando se produzca, al rebufo de la pérdida de las últimas colonias, una agudización de la conciencia española, y con ello, un renacimiento de la idea de Europa.

Es la europeización entendida como reconstitución y refundación de España, desde los regeneracionistas, la Generación del 98 y la del 14. Europa se convierte en el gran proyecto nacionalizador. Es la utopía de la nueva España que surge de la crítica radical a los errores de un país que se siente atenazado por el sentimiento de la decadencia del imperio y de las derrotas militares del 98. La europeización ha sido el gran proyecto común de los españoles en el siglo XX y lo sigue siendo en el siglo XXI.

La relectura del libro de Díez del Corral me ha llevado a recordar algunas de las diversas posturas del litigio intelectual de los españoles sobre Europa:

De un lado, la regeneracionista, en cualquiera de sus corrientes que vio en la Europa moderna, -de la ciencia, la moral autónoma, el progreso, la democracia- el oriente de salvación. La europeización se presenta como un proyecto de reforma intelectual, social y moral, y convivencia colectiva en los valores de la cultura democrática. Tempranos promotores de este planteamiento fueron Costa y Francisco Giner de los Ríos, en las esferas de la industria, el derecho y la educación. El primer Unamuno de los Ensayos en torno al casticismo (1895), tras su análisis crítico de la mentalidad castiza, como responsable del marasmo y parálisis de España, recomienda vigorosamente una apertura cultural, como medio para reganar la casta eterna frente a la casta histórica. Su lema es bien conocido: “España está por descubrir y sólo la descubrirán españoles europeizados”.

Pero fue el primer Ortega -como recuerda Díez del Corral- en línea con la herencia regeneracionista de Joaquín Costa y de Giner de los Ríos, el que acertó a formular con precisión el problema de España, como un problema de cultura, se entiende de la gran cultura moderna -la ciencia físico-matemática, la ética autónoma, la religión reformada, el derecho racional, la escuela laica, y la administración competente-.  Todo eso representaba Europa, en una palabra, la Ilustración: “Ciencia, moral y arte son los hechos específicamente humanos. Y viceversa, ser hombre es participar en la ciencia, en la moral y en el arte”. [2] Ya se conoce su consigna de combate: “España era el problema y Europa la solución”. [3] Tampoco se trataba de la mera reforma educativa, sino de forjar un movimiento ilustrado, que se confiaba a las nuevas élites culturales del país frente al antiguo poder espiritual.

Intencionadamente dejaba Ortega fuera, en su programa de secularización radical, a la religión, y esto originó, entre otras causas, como la crisis espiritual de Unamuno en 1897, el viraje del segundo Unamuno en reacción contra los jóvenes europeístas, que habían convertido a Europa, la Europa ilustrada, en un mito metafísico y una panacea radical. Surge así una segunda postura vacilante, en la relación España y Europa, muy propia del agonismo unamuniano. Se dan, pues, dos sucesivas actitudes frente a Europa y la europeización. En la primera utiliza el contrapunto europeo como aguijón para el proyecto reformista y europeizado. En la segunda, tras el 98, se produce un rechazo a la europeización de España.

Así, pues, frente al secularismo radical orteguiano opone Unamuno un pensamiento trascendentalista, quijotesco, abierto a los grandes intereses del espíritu, que es un preludio de un existencialismo cristiano, y pregona su reforma religiosa, “desamortizar el cristianismo”, haciéndolo civil sin detrimento de su dimensión trascendente escatológica.  No se trata de excluir la herencia cultural moderna, sino de aportar lo propio en contrapunto dialéctico. La verdadera europeización de España no se logrará para Unamuno hasta que España consiga imponerse en el orden espiritual europeo. Se trata de españolizar a Europa para europeizar a España.

A su vez, Luis Díez del Corral, en el libro que comentamos, pone de relieve como España al mismo tiempo que hacía frente a la gran empresa de expansión planetaria se lanza a la difícil tarea de apretar a la unidad europea. “La monarquía católica se abrazará al eje de Europa, a esa columna vertebral de Occidente que la antigüedad legó como frontera imperial”. [4] “Durante dos siglos casi, los tercios, los nobles, los juristas, los teólogos, se esforzaron por organizar el cuerpo de Europa, parejo a la obra espiritual de la Contrarreforma. Ningún otro pueblo europeo le ha dado una osamenta político militar y espiritual más unitaria y estable al continente. Y luego España se vendría abajo con y por Europa, es decir, con su idea de Europa”.

Para Díez del Corral la imagen de Europa se cernerá siempre sobre la península ibérica aunque vuelva sus espaldas a la forma histórica que haya tomado en el tiempo. Cuando fracasaba la empresa europea de España, ésta se vio reducida al cuerpo nacional, no sabía qué hacer con él sintiéndolo a pesar de las inmensas colonias, como muñón más que como cuerpo unitario. Y nuestro autor se pregunta qué país absurdo es éste que no acierta a encarrilar su vida por las fáciles vías del progreso y se entretiene en replantear los más extravagantes problemas en torno a la vida nacional.

A su juicio el español siente frente a Europa una mezcla rara de familiaridad y de extrañeza. Se ve unida a ella por ligámenes profundos y al mismo tiempo otros ligámenes le atan al africano o al americano, incluso al mismo Oriente. Y expresado en los términos del mito nos dirá que “la vida histórica sobre el Finisterre ibérico, la más vieja tierra culta de Occidente, ha ofrecido a lo largo de los siglos un indudable sesgo de rapto, por educación o por superabundancia. De ahí su ejemplaridad”.

He ahí el rapto de Europa en el sentido de insensato, de arrebato, y rapto en el otro sentido de arrebatado. El Imperio español será cantera de donde Holanda, Francia e Inglaterra extraigan los materiales para los suyos, con unos caracteres tan vastos de despojo, que se convierte en tema insuperable de poesía histórica para propios y extraños.

Para Díez del Corral la esperanza en Europa constituye el eje central de un programa de convivencia no solo española, sino también universal. Europa es no solo el modelo ideal de lo que debe ser el sentido de la esperanza en tiempo de crisis, sino también una cierta imagen de la “ciudad de Dios” agustiniana. Solo en la asimilación a Europa como razón científica y como esperanza trascendente es posible la realización de la utopía de la “tercera España”.

Para Díez del Corral, en su diálogo con Yozo Horigome, nos advierte que la sustancia histórica de Europa es muy ambigua. Unos han pensado que la historia europea siempre ha mostrado un desarrollo unificado y, en base a esta opinión, la historia de Europa se ha dividido en Edad Antigua, Edad Media y Edad Moderna, desarrollándose de forma unificada cada una de estas divisiones. Para los que así piensan el sujeto de la historia es uno.

Nos consta que el título de “El rapto de Europa” no quiere decir que, utilizando la imagen de la mitología griega, Europa contenga al mundo greco-romano. Lo que yo pretendía era unificar capítulos bastante dispares bajo un mismo título. No es un título abstracto o conceptual; es más bien imaginativo. Términos como “decadencia” o “rapto” sirven para aclarar aspec­tos de la historia con más claridad desde el punto de vista imaginativo que desde el conceptual.

Para nuestra actividad en torno a Europa hay ideas muy claras y también ideas muy vagas. En primer lugar, tanto la teoría política, con las aplicaciones conocidas actualmente, como la tecnología, son productos de Europa. Son elaboraciones claras y concretas producidas en un entorno geográfico de­terminado que es Europa. Ahora bien, este entorno, este lugar de producción, es un concepto ambiguo. Por un lado, es amplio geográficamente; por otro, siempre ha sido abierto, jamás cerrado. A Grecia también en el siglo XIX se la consideraba la parte de Europa más en oposición a Oriente, si bien Grecia siempre ha tenido elementos orientales de profundas raíces. La Europa de la Edad Media estaba permeada continuamente por influencias islámicas y centroasiáticas. Es decir, que los productos de Europa son clarísimos, pero la base de producción de los mismos es vaga.

Y un último comentario de Díez del Corral que me ha hecho reflexionar. Al final de su diálogo con Horigome nos dice: “La posible unidad de Europa jamás debe borrar la pluralidad de los caracteres nacionales. La riqueza de la cultura europea ha alimentado tal pluralidad. Suprimir el nacionalismo político y militar podría fomentar esa pluralidad y así dar paso a una verdadera cultura europea. En Europa la cultura, por no haber sido nunca egocéntrica, sino abierta, se ha propagado de forma muy peculiar y notable. Europa está atravesando ahora una época crucial, una época que, pese a todo, puede superar”.

Este autor deja así abiertos muchos interrogantes a los que deberá dar respuesta esa Europa institucionalizada que arrancó con el Tratado de Roma y todas sus modificaciones posteriores y que se encuentra ahora en un momento en que se alterna la incertidumbre con la esperanza. Recuerdo siempre las palabras de Gregorio Marañón al contestar a Díez del Corral en su discurso de ingreso en la Academia de la Lengua: “Podrán los encantadores quitarnos la aventura, pero el ánimo y la esperanza es imposible”.

Marcelino Oreja Aguirre. Presidente del Instituto Universitario de Estudios Europeos.

[1] “De Europa meditatio quaedam”, en Obras Completas, Madrid, Rev. de Occidente,1971,IX, 257.

[2] Obras Completas, op. cit., I, 512.

[3] Obras Completas, op. cit., I, 521.

[4] Díez del Corral “El rapto de Europa”, pag.80.

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