– Amparo Lozano –
A nadie se le oculta que uno de los grandes problemas de la Unión Europea (UE) es la creciente desafección de los ciudadanos de los Estados miembros hacia ella. De hecho, los ciudadanos europeos ven normalmente con distancia o escepticismo esta aventura de integración europea, a pesar de que se trata de uno de los fenómenos políticos más importantes de la historia del Viejo Continente. No es este el lugar, ni la intención de estas líneas, sostener que la UE pueda o deba terminar siendo un Estado Federal, aunque, como es sabido, ésa era la idea inicial del proceso de integración iniciado con las Comunidades Europeas. Sea ése o no el final del proceso, lo cierto es que la falta de identificación de los ciudadanos de los Estados que forman la UE con ésta es altamente preocupante. Lo es porque la fuente de legitimidad de todo poder político es la existencia de una ciudadanía que lo sostenga. Y la UE ostenta actualmente un enorme poder político, de manera que, aunque no sea un Estado federal posee muchas de las características de estos. Así, por citar solo algunas: la existencia de Parlamento común, elegido por sufragio universal, un sistema de reparto de competencias entre la Unión y los Estados Miembros, y, finalmente, el hecho de que la UE mantenga relaciones directas con los ciudadanos y les pueda imponer obligaciones y reconocer derechos.
Sin embargo, y a pesar de todo ello, esos ciudadanos cuyas vidas, en sentido amplio, están notablemente condicionadas por serlo también de la UE, no constituyen, no se sienten, un demos europeo.
De hecho, la inexistencia de un pueblo europeo sigue siendo uno de los argumentos más potentes para los que sostienen la imposibilidad de llegar a crear un Estado Federal entre los Estados que forman la UE. Sostienen, con razón, que sin pueblo europeo no puede haber una Constitución. Para decirlo de manera sintética y gráfica, actualmente en Europa, en lugar de poder decir, con todo derecho, como hacen los norteamericanos: We, the people, tenemos que contentarnos con decir: nosotros, los pueblos de Europa.
Sentadas estas premisas cabe plantearse ahora –y ese es el objetivo de esta reflexión– qué hacer para avanzar hacia un mayor sentimiento común de pertenencia a la UE y de identificación con ella. Habermas, en su conocido artículo, “Por qué Europa necesita una Constitución” indicaba tres razones que llevaron a iniciar la aventura europea: deseo de paz, los valores occidentales/cristianos comunes, el deseo de bienestar económico, y afirmaba que ninguna de ellas sirve actualmente para seguir avanzando en el proceso de integración. No creo que pueda compartirse completamente esa tesis, ya que la paz en Europa no es algo totalmente alcanzado de una vez y para siempre. Piénsese que, en particular, Rusia continúa siendo una amenaza y la reaparición de los populismos nacionalistas en importantes Estados europeos tampoco es muy tranquilizadora. Por otra parte esos valores occidentales/cristianos que caracterizan a Europa frente a otras áreas del mundo siguen estando presentes en las sociedades europeas, y no es una casualidad que sean atacados en suelo europeo por el terrorismo islámico integrista y, finalmente, el bienestar económico es por supuesto mejorable. Sin embargo, es cierto que esas razones no tienen hoy la fuerza que tenían en los años de la posguerra.
Por eso y, por supuesto, sin abandonar la necesidad de profundizar en los elementos de cohesión europeos ya mencionados, sobre todo en los valores comunes, me atrevo a aventurar una propuesta modesta, pero quizá eficaz: la de hacer del deporte en general, y del fútbol en particular, un elemento de identificación pan–nacional y, por qué no, federal.
Esta propuesta parte de la constatación de que los grandes acontecimientos deportivos de carácter mundial, como Las Olimpiadas o el Mundial de fútbol son ocasiones de fuerte sentimiento nacional. Incluso en países en los que, como el nuestro, no existe un gran apego a la bandera, casas, locales públicos, etc., se ven inundados de la enseña patria que, aunque sea solo en esa ocasión, los ciudadanos exhiben con orgullo. Con excepción de los ultranacionalistas, el resto de los partidos políticos apoyan las selecciones nacionales y se muestran satisfechos con los triunfos de “la roja” o de “la squadra azzurra”. Las divisiones existentes en cada Estado –políticas, generacionales o de otra índole– se sustituyen por un “nosotros” frente a “los otros”. Esta contraposición es la que alimenta el sentimiento de pertenencia. La idea no es nueva; a lo largo de la historia de todos los pueblos su identidad se ha reforzado frente a otros, normalmente enemigos (griegos/asiáticos, romanos/bárbaros, cristianos/infieles…). La propuesta es, pues, crear equipos europeos (al estilo de la Ryder Cup) que compitan en campeonatos mundiales con otros equipos de grandes Estados (Estados Unidos, Rusia) o de otras áreas geográficas (Latinoamérica, África…)
¿A qué europeo no le interesaría un partido de fútbol entre un equipo formado por los grandes jugadores europeos frente a los mejores de Latinoamérica? Entonces podríamos ver banderas europeas en los balcones, las televisiones transmitirían una imagen de 11 jugadores escuchando respetuosamente el Himno a la Alegría o veríamos a un medallista europeo en el pódium mientras se levanta la bandera azul de las 12 estrellas. Entonces esa bandera sería la de todos. Esa imagen es importante. Siempre me ha producido una emoción especial leer la descripción del Congreso de la Haya el 8 de mayo de 1948 cuando se creía posible crear los Estados Unidos de Europa. J.P Gouzy se expresaba así: “¡Ah, qué bella era la Europa de los europeos en aquel hermoso mes de mayo de 1948, cómo se agitaban con orgullo las banderas de la unidad proclamada y de las viejas naciones allí representadas; qué al alcance de la mano estaba esta Europa que se plebiscitaba con tanto ardor…” ¿Puede ser el deporte una ocasión para volver a ver agitarse las banderas de la unidad recobrada? Una bandera común, un himno… ¿un Estado?
Amparo Lozano. Profesora Titular de Derecho de la Unión Europea. Universidad CEU San Pablo.