-Carlos Carnicero Urabayen-
Este mes de julio se ha cumplido el cuarenta aniversario de la elección de Simone Veil como presidenta del Parlamento Europeo. Aquel hito histórico de 1979, que representó la llegada de la primera mujer a la presidencia de la Eurocámara – elegida directamente por primera vez aquel año – nos da algunas claves para entender el momento peligroso que vive actualmente Europa. O mejor, el momento de peligro mundial del que Europa debe salir airosa con su mejor músculo: la memoria colectiva.
Veil fue superviviente del holocausto, víctima del nacionalismo extremo, o, lo que es lo mismo en Europa, víctima de la guerra, como nos recuerda la célebre cita de Mitterrand en su discurso en la Eurocámara[1] en 1995. El mismo nacionalismo que arruinó la vida de Veil y otros tantos millones en el siglo XX, empeñado en proyectar unas naciones contra otras bajo las capas de líderes providenciales y populistas, está ahora en auge en casi todas las latitudes.
Una mirada a la Casa Blanca de Trump, a las ordenes de un líder caprichoso, imprevisible y xenófobo, coincide ahora con la llegada de Boris Johnson como nuevo líder en Reino Unido. El premier británico, el mismo que sembró la campaña del Brexit de mentiras, amenaza ahora con sacar a su país de la UE sin acuerdo el 31 de octubre. Para lograrlo se ha dotado de un “gabinete de guerra” y son frecuentes en los medios conservadores las inquietantes comparaciones con la figura de Churchill, como si el gobierno británico tuviera que combatir de nuevo al nazismo o una fuerza similar.
El repliegue anglosajón podría, a primera vista, hacernos soñar con un cobijo europeo inmune a esta gran ola populista. Estados Unidos ha sido el aliado fundamental de la UE durante más de medio siglo, pero está al otro lado del Océano. Reino Unido tiene un pie fuera y parece decidido – aunque no sepa cómo – a terminar lo que empezó en 2016. Pero la semilla del populismo hace tiempo que ha florecido dentro de la UE.
Polonia y Hungría, bajo liderazgos que promueven indisimuladamente un retroceso democrático – el término “democracia iliberal” que maneja orgullosamente Orbán tiene su origen en los años 30 – son quizás los casos más deprimentes. Han roto una regla no escrita, hasta hace unos años sagrada: la entrada en la UE para aquellos países que han vivido bajo dictaduras propicia un progresivo fortalecimiento democrático.
Este momento peligroso que vive el mundo es ampliamente percibido por los ciudadanos europeos. Un estudio[2] de ECFR publicado antes de las elecciones europeas mostraba que una mayoría en 11 de los 14 países encuestados – incluyendo Alemania (51%), Italia (58%), Holanda (52%), Polonia (58%), Rumanía (58%), Eslovaquia (66%) y Suecia (44%) – creen que la UE podría quebrarse en los próximos 20 años.
Dice el analista Ivan Krastev[3] que Europa está amenazada por una epidemia de nostalgia, con el sentimiento generalizado de que las generaciones anteriores vivían mejor que las actuales y mejor todavía que las futuras. Debemos reconocer que líderes como Trump o Johnson han leído hábilmente este estado de ánimo para proponer, eso sí, un peligroso camino al pasado que reaviva las posibilidades de que nazcan conflictos entre naciones.
Sin embargo, frente a todos estos miedos y amenazas, hay razones para el optimismo. El mismo informe de ECFR cuenta que casi el 84% de los encuestados considera que saldrían perdiendo si la UE colapsara, temiendo en especial por su capacidad para comerciar, viajar y trabajar en otros Estados miembros. El apoyo a la UE está en máximos e incluso los más fervientes partidos anti-europeos ahora parecen haber rebajado su destructora agenda. Los Salvinis y Le Pens no piden ya la salida de la UE de sus respectivos países; un efecto de la “vacuna” del caótico Brexit.
La elección de Ursula Von der Leyen al frente de la Comisión Europea y Christine Lagarde como nueva presidenta del Banco Central Europeo situará a dos mujeres al frente de los dos puestos de máximo poder en Europa. La proyección de la imagen exterior de la Unión se parecerá poco a la de los países que parecen sentirse más seguros bajo liderazgos autoritarios de estilo macho alfa. Con todo, los símbolos no curarán la epidemia de nostalgia europea. Urgen acciones y resultados concretos.
La unión de los europeos propicia una escala adecuada para hacer frente a las oportunidades y desafíos contemporáneos. Algunos son conocidos, como el combate del cambio climático, la oportunidad de la economía digital, la robotización, la inteligencia artificial, contener las amenazas de Rusia, evitar una escalada militar con Irán o lograr el respeto y entendimiento con Estados Unidos y China. Otros problemas nos sorprenderán.
El pasado, la memoria europea, de la que Simone Veil y tantos otros son motivo de orgullo, lejos de evocar nostalgia debería servir para abrazar con optimismo el futuro. De la misma forma que la UE no se construyó de un día para otro, no resolverá todos los problemas de golpe. Ni atrapará todas las oportunidades como un relámpago. Pero Europa tiene los ingredientes – memoria, recursos, capital humano – para vencer sus peores miedos: un regreso a la Europa de las naciones que terminó en guerra. Como dice Fernando Vallespín[4], “la historia nunca se repite siguiendo el mismo guión”, pero la experiencia ayuda, desde luego, para alertar los peligros y, esperemos, también para vencerlos.
[1] https://www.youtube.com/watch?v=qeoCp81QhKs
[2] https://www.ecfr.eu/publications/summary/what_europeans_really_feel_the_battle_for_the_political_system_eu_election
[3] https://elpais.com/elpais/2019/05/10/opinion/1557508286_451228.html
[4] https://elpais.com/elpais/2019/07/26/ideas/1564148647_990100.html?id_externo_rsoc=TW_CC
Carlos Carnicero Urabayen. Periodista y politólogo.