En Ciudadanía, Educación, Cultura, Principios y Valores

– Cristina Manzano – 

En el momento de escribir este texto se publica la noticia del fallecimiento de Peter R. de Vries, diez días después de haber sido tiroteado cuando salía del trabajo en Ámsterdam. De Vries era el reportero de sucesos más famoso de los Países Bajos: un periodista de investigación especializado en casos no resueltos y crimen organizado con más de tres décadas de experiencia.

Antes fue Daphne Caruana, la periodista de investigación maltesa cuyo trabajo en los Papeles de Panamá fue clave para destapar la corrupción en el gobierno de Joseph Muscat, asesinada con una bomba lapa (2017); y Jan Kuciak, el periodista eslovaco asesinado junto a su novia cuando estaba a punto de publicar la vinculación de políticos de su país con la mafia calabresa (2018).

En el corazón de Europa, en pleno siglo XXI. Cuántos periodistas, cuántos editores no habrán mirado hacia otro lado, no habrán optado por el silencio, ante las potenciales consecuencias de seguir adelante con su trabajo. Y no solo por perseguir la corrupción. En la memoria siguen estando frescos los casos del asesinato del cineasta Theo Van Gogh, los violentos disturbios por la publicación de las viñetas sobre Mahoma o el terrible atentado contra la sede del periódico satírico Charlie Hebdo, a cargo de radicales religiosos. Por no hablar de las presiones políticas y empresariales: según un informe de 2014 [1], solo un 20% de los periodistas españoles declaraban no sufrir presión alguna a la hora de desempeñar su trabajo. En Hungría y Polonia el acoso, por muy diferentes vías a los medios independientes, es uno más de sus desafíos al Estado de Derecho.

Entre las amenazas a la integridad física y el miedo a perder el empleo (en un sector que atraviesa desde hace años una profunda crisis), el rango de factores que condicionan a los profesionales de la información es amplísimo. Y una de sus consecuencias inevitables que esto conlleva es la autocensura.

La autocensura se ha convertido en una plaga silenciosa, cuya existencia surge en conversaciones privadas y foros informales y cuya extensión es imposible de calibrar por su propia naturaleza. Por definición, es indetectable. No es un fenómeno nuevo, por supuesto, pero el tipo y número de factores que pueden generarla no para de aumentar.

Y no afecta solo a periodistas. Los expertos que se dedican a China, por ejemplo, se mueven continuamente entre la necesidad de profundizar en su análisis crítico y el cuidado con no traspasar determinadas líneas que puedan molestar en exceso a las autoridades chinas, ante la perspectiva de poder perder su acceso a las fuentes o incluso de no poder entrar en el país. Las recientes sanciones a un grupo de personas (incluidos cinco europarlamentarios) y think tanks por parte del Gobierno chino –en represalia, a su vez, por las sanciones de la Unión Europea por los abusos sobre los derechos humanos en Xinjian- son el último episodio en este terreno.

Todo lo que tiene que ver con la corrección política –incluidos los movimientos de revisionismo histórico que han cobrado nueva intensidad en los últimos meses- también puede llevar, inevitablemente a un cierto grado de autocensura.

Y luego están las nuevas formas, las que están imponiendo las plataformas tecnológicas. No hace mucho me contaban cómo los responsables de publicidad de un prestigioso museo habían descartado utilizar en los anuncios de una exposición cualquier imagen con un desnudo, para evitar la censura del algoritmo de Facebook. Da igual que se trate de obras excepcionales de artistas consagrados a través de la historia; Facebook no quiere ver una teta. Otro ejemplo: Twitter ha bloqueado un vídeo que anunciaba una publicación de una universidad, porque en su texto aparecía la idea de desinformación (precisamente porque se defendía que la información y el conocimiento sirven para combatirla). A este tipo de prácticas se suma el linchamiento público al que se ven sometidas numerosas personas por expresar su opinión en las redes, lo que ha llevado a un buen número por optar, directamente, a salirse de ellas.

La autocensura es otra cara del debate sobre la libertad de expresión; un debate cuyos contenidos van cambiando con el tiempo y que se mueve entre el respeto y la ofensa, entre lo que puede o debe ser aceptable en una sociedad democrática. Unos límites que se suelen fijar en la legislación que trata de enmarcar lo que se consideran delitos de odio, de injurias, de calumnia, ataques contra el honor, pero que a veces, da la sensación, cuesta mantener al ritmo de la evolución de las sociedades. El caso del rapero Pablo Hasel ha reavivado esta discusión no hace muchos meses en España.

En cualquier caso, la autocensura es intrínsecamente mala porque mina las bases de la libertad de expresión y, por tanto, de la democracia, del pluralismo y de la tolerancia como pilares sobre los que se asienta la UE.

¿Es posible combatirla?

Como todo lo que tiene que ver con formar ciudadanías democráticas, hay una parte que debe jugarse en las escuelas, con un fomento del debate, de la pluralidad de opiniones y del respeto, así como de la educación en la información, para poder identificar bulos y estar alerta ante la desinformación.

Pero más allá de seguir educando a las nuevas generaciones en el valor de la libertad de expresión, mi propuesta para combatir la autocensura hoy, en la Unión Europea, es crear una oficina específica, en la línea del trabajo iniciado hace pocos años para hacer seguimiento y luchar contra la desinformación.

La oficina podría depender de la DG Comunicación y tendría un doble cometido:

  1. Servir de centro de investigación y foro de debate sobre cómo evitar la extensión de la autocensura, cómo fijar los límites entre lo tolerable y lo que no lo es; cómo educar a la ciudadanía. Estaría formada por un equipo multidisciplinar, con representantes del mundo del periodismo y la comunicación (política y corporativa), del académico, de la justicia, de la psicología, de la policía…
  2. Servir de centro de apoyo/consulta para profesionales que se vean en estos casos; una especie de “línea caliente” anónima que permita asesorar a aquellas personas que se vean presionados en su ejercicio de la libertad de expresión y ofrecer herramientas para combatir la autocensura.

En medio de los desafíos al Estado de derecho y la democracia que vive el mundo occidental, en general, y la Unión Europea, en particular, dotar a su ciudadanía y a sus profesionales de la confianza y los medios para poder ejercer la libertad de opinión sin cortapisas es una tarea que merece ser abordada con profundidad.

Listado de referencias

[1] VERA HERVÁS, L. (2014). «Las empresas generan el 20% de las presiones a los periodistas». Consultado en: https://cincodias.elpais.com/cincodias/2014/12/18/pyme/1418919642_158504.html

 

Cristina Manzano, directora de Esglobal.

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