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José Luis Calvo Albero – 

La retirada norteamericana de Afganistán se ha interpretado de muchas maneras. Una derrota, un repliegue estratégico, una reordenación de prioridades… Pese a la diversidad en las interpretaciones, en todas ellas hay un elemento de cambio, de fin de una época y de un modelo estratégico seguido en las últimas décadas por la superpotencia norteamericana.

Parece que se ha terminado la atención preferente a Oriente Medio y al terrorismo salafista. También ha llegado a su fin por agotamiento la idea de que se pueden construir Estados mediante una mezcla de intervención militar y asistencia económica, allí donde el concepto moderno de Estado nunca ha llegado a arraigar. En realidad, ambas concepciones estratégicas se encontraban en crisis desde hace mucho tiempo.

Fue el presidente Obama quién en 2012 señaló a China como el reto estratégico más demandante al que tendría que hacer frente Estados Unidos en las próximas décadas. El creciente poder chino obligaba a Washington a un reordenamiento de sus prioridades estratégicas, prestando menos atención a escenarios como Oriente Medio y Europa y volcando la mayor parte de su esfuerzo exterior en Asia.

Las intenciones de Obama no pudieron llevarse a la práctica, porque en 2014 estalló la crisis en Ucrania y el Estado Islámico penetró en Iraq arrollando al ejército iraquí y tomando la ciudad de Mosul. Muy a su pesar, Obama tuvo que regresar a los escenarios tradicionales y reforzar su presencia militar tanto en Europa como en Oriente Medio. Su sucesor, Donald Trump, pese a que intentaba distanciarse de cualquier política aplicada por su predecesor, hizo una excepción en este caso y mantuvo a China como la principal amenaza para la seguridad futura de Estados Unidos. La obsesión de Trump con China y su desdén por la seguridad europea, y por la presencia norteamericana en Oriente Medio y Afganistán, llegaron a alarmar a los tradicionales aliados de Estados Unidos.

Cuando Joe Biden llegó a la Casa Blanca, muchos esperaban que suavizase de alguna manera la línea política de Trump, y ofreciese nuevas garantías de que en ningún caso Washington descuidaría a sus aliados europeos y mantendría su presencia en Oriente Medio y Afganistán. Se olvidaba quizás que Biden fue vicepresidente con Obama y compartía plenamente su visión estratégica, incluyendo el giro hacia Asia. Biden había sido además especialmente crítico con la guerra en Afganistán, en la que él consideraba que Estados Unidos había perdido el norte, pasando de los justificables objetivos iniciales de acabar con Al Qaeda a un conflicto contra los insurgentes talibanes en el que Washington no tenía nada que ganar.

El nuevo Presidente llegaba además con las manos parcialmente atadas por los acuerdos de su predecesor con los talibanes, firmados a principios de 2020. Biden podía haberse mostrado más duro y alegar que los talibanes prácticamente no habían cumplido ninguna de sus obligaciones en el acuerdo para prolongar la presencia norteamericana, pero no lo hizo. Aunque prolongó por unos meses el despliegue de sus fuerzas en el país, el nuevo presidente estaba visiblemente ansioso por finalizar una guerra a la que nunca vio sentido.

Su decisión fue comprensible conociendo su pensamiento anterior, pero la forma en la que la comunicó y la llevó a cabo fue ciertamente mejorable. El anuncio de la retirada norteamericana con fecha, así como el repliegue temprano de los miles de contratistas que mantenían operativos los sistemas más complejos de las fuerzas armadas afganas, asestaron un golpe mortal al gobierno de Kabul. A la vista de que los norteamericanos se iban definitivamente, la única alternativa realista para muchos funcionarios, policías y militares que sostenían al gobierno afgano era negociar una rendición pacífica. Fue el principio del fin.

El nuevo acuerdo de defensa firmado entre Estados Unidos, Reino Unido y Australia, y que ha significado la pérdida para Francia de un contrato multimillonario para la construcción de submarinos, es un nuevo indicador de la estrategia norteamericana que cabe esperar en los próximos años: máxima prioridad al Indo-Pacífico y primacía de los aliados en esa región sobre los tradicionales aliados europeos. Eso no significa que Europa ya no cuente en los planes norteamericanos, pero si significa que cuenta menos de lo que solía ser habitual en las últimas décadas.

Evidentemente, la retirada de Afganistán ha debilitado el prestigio de Estados Unidos como aliado fiable, ya de por si deteriorado durante la presidencia de Donald Trump. Biden se defiende afirmando que Washington no puede defender a quienes son incapaces de defenderse a sí mismos. Esta es una idea que en realidad no es nueva en el pensamiento estratégico norteamericano, y que en cierta medida pudiera llegar a aplicarse a los aliados europeos, a quienes desde Washington se ve como aprovechados que se benefician del paraguas defensivo norteamericano sin poner gran cosa de su parte. También es cierto que el valor estratégico de Europa para Estados Unidos, aún en un tiempo de concentración sobre China, sigue siendo inmensamente superior al poco relevante peso estratégico de Afganistán. No es muy probable, por tanto, que en Europa quedemos tan desasistidos en caso de grave crisis de seguridad como  quedó el gobierno de Kabul.

Lo que si es cierto es que el impulso para reconstruir países en conflicto mediante una combinación de esfuerzo militar y de ayuda al desarrollo está definitivamente paralizado en Occidente. Al tiempo que Estados Unidos se retiraba de Afganistán, Francia anunciaba una drástica reducción de sus fuerzas militares en el Sahel, empeñadas en la operación Barkhane, mientras el presidente Macron mostraba su decepción por la situación en Mali, tras ocho años de esfuerzo internacional con la seguridad del país.

En definitiva, la retirada de Afganistán no significa por si sola una grave amenaza a la seguridad mundial, pero sí que contribuye a un mundo más incierto e inseguro. Uno en el que la confianza en la superpotencia norteamericana disminuye, la estrategia de estabilizar estados en crisis se debilita y los vientos de conflicto soplan más fuertes que nunca en Asia.

José Luis Calvo Albero, Coronel de Infantería del Ejército de Tierra y profesor del Máster online en Estudios Estratégicos y Seguridad Internacional de la Universidad de Granada.

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