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– Aleksandra Sojka –

Ante los numerosos desafíos, económicos, políticos y sociales que va experimentando el continente europeo en los últimos años, hemos visto como la respuesta conjunta de los países miembros de la Unión Europea (UE) ha ido ganando peso. A pesar de que, con cada crisis nueva, hay quien quiera ver un inminente final de la cooperación en el seno de la UE, las respuestas conjuntas no solo siguen, sino que se han acelerado. El ejemplo más reciente, el de reacción frente a la invasión rusa de Ucrania, una crisis que constituye el último, quizás más decisivo, test de resiliencia para la Unión. Esta tendencia a una acción conjunta de los países miembros frente a las crisis que se van sucediendo se traduce en el fortalecimiento de la dimensión política de la Unión, tanto en el ámbito doméstico como en el exterior.

La consiguiente politización de la integración europea en el ámbito nacional no hace sino subrayar una dificultad de base que sufre la UE desde, al menos los años noventa, cuando con el Tratado de Maastricht, el proyecto se marcó un camino más allá de la integración económica de mercados: su déficit democrático interno. El debate acerca de la legitimidad democrática de la UE tiene una larga tradición, sin embargo, conforme vamos avanzando hacia nuevas formas y ámbitos de cooperación, se vuelve cada vez más urgente. Y aunque se haya avanzado por ejemplo en el empoderamiento del Parlamento Europeo (PE), la institución que representa a los ciudadanos, como actor decisivo del proceso legislativo de la UE, sigue mucho por hacer. En particular, sin una verdadera ciudadanía europea, entendida en su sentido amplio: como derechos, obligaciones e identidad, una mayor politización implica importantes riesgos para el proyecto europeo. Y esto se debe que la identidad constituye la base del llamado “apoyo difuso” hacia un sistema político, un apoyo que se mantiene estable a pesar de los posibles reveses o cambios en los beneficios que ofrece el sistema. El apoyo específico (basado en beneficios concretos que puedan percibir los ciudadanos, como, por ejemplo, la libertad de movimiento) ha sido clave para la UE hasta ahora. Sin embargo, en el contexto de una Unión cada vez más política el apoyo de la ciudadanía basado en los “outputs” ya no será suficiente para mantener su legitimidad democrática, sobre todo si nos enfrentamos a retos como la unión fiscal o la crisis de la democracia en algunos países miembros.

Pero hay buenas noticias. Los datos de la opinión pública (Eurobarómetro) indican que hay un incremento ligero pero constante desde el inicio de los años 2000 del porcentaje de los ciudadanos que reconocen sentirse europeos (>65% en 2019) y se ven como ciudadanos de la UE (>70% en 2022). Por tanto, estaríamos ante la formación de una identificación europea, cuya ausencia se ha lamentado repetidas veces. Esto no implica que las identidades nacionales hayan perdido relevancia, ni mucho menos, ya que este proceso no es un “zero sum game”: la identificación europea no crece a costa de la identidad nacional. Pero cada vez más, el sentirse europeo es una capa más frecuente en el complejo “pastel de mármol” de las identidades en el continente. ¿Como podemos explicarlo? La psicología social y su teoría de la identidad social nos dan algunas pistas: hay una tendencia de los humanos de identificarse con grupos que les proporcionan una autoimagen positiva. La UE ha sido más visible que nunca durante las repetidas crisis de las últimas décadas, y las diferentes soluciones desde el pasaporte COVID, l compra conjunta de vacunas o una postura de unidad en la reacción a la invasión rusa, trasmiten una imagen positiva de la UE, lo que en ausencia de un liderazgo fuerte europeo (más allá de algunos lideres nacionales con una cierta aspiración europeísta), va marcando cada vez más los sentimientos de los ciudadanos. Otro elemento clave de la teoría de la identidad social es que la dinámica de la identificación requiere de un “otro” que en estos meses es, claramente, Rusia.

¿Cómo podemos reforzar la identidad europea más allá de estos efectos secundarios de la politización de las crisis recientes? Sin duda, hay muchos aspectos en los que se podría seguir avanzando: elecciones europeas con listas transnacionales y celebradas el mismo día en todo el continente (como quiere el PE), una educación cívica europea en las escuelas de todos los estados miembros, unos medios de comunicación multilingüe como las instituciones de la UE. Todas estas ideas tienen un inconveniente en común: son muy costosas y necesitan de mucha voluntad política a distintos niveles. Mi propuesta es un poco más modesta y quizás más políticamente viable: se basa en la noción del nacionalismo banal de Michael Billig (1990). Billig indica que la fuerza de la identidad nacional, y por tanto del apoyo difuso en el ámbito de sistemas políticos nacionales, radica principalmente en los sutiles recordatorios diarios de nuestra pertenencia a una comunidad nacional: las banderas que ondean en los edificios públicos, los retratos de personajes importantes para la historia de la nación en su moneda, la celebración de los mitos fundacionales nacionales e incluso la estructura de las noticias en los medios de comunicación (noticias nacionales vs internacionales, su orden de importancia, peso, etc.). Según este enfoque, si queremos asegurar un apoyo difuso de la UE, deberíamos actuar para ampliar el abanico de las tecnologías de la identidad que ya se aplican desde la UE: la bandera, el pasaporte, los derechos de la ciudadanía y sus beneficios. En particular, una solución que se me antoja sencilla y con pocos costes seria incluir la bandera europea en los uniformes de los deportistas donde habitualmente vemos los símbolos nacionales. Además, si me permiten llevar la propuesta un poco más lejos, la teoría de la identidad social nos indica que igualmente beneficioso para el sentimiento europeo sería ver el medallero olímpico de la UE en su conjunto, junto a otras potencias como EE.UU. o China.

En definitiva, hasta ahora la legitimidad democrática de la UE se basaba en los beneficios para los ciudadanos: la pandemia ha sido un punto de inflexión, la guerra de Ucrania y sobre todo la crisis energética constituyen una nueva amenaza, pero también oportunidad para reforzar las percepciones de que no hay alternativa a actuar juntos. Pero la pregunta sigue: ¿primero tendremos la unión (política) que crea una identidad y solidaridad de facto, como decía Schuman en 1950, o solo podremos tener la unión política una vez que tengamos una identidad compartida como su base? El dilema sigue vigente.

 

Aleksandra Sojka, Profesora en la Universidad Carlos III de Madrid.

 

Este artículo se incluye dentro del proyecto “Propuestas para la presidencia española de 2023: Ciudadanía europea, democracia y participación“.

 

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