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– Armando Zerolo – 

Europa era una pequeña península situada en los confines de Asia, al margen de ese enorme continente donde florecieron los grandes imperios antiguos y se forjaron los primeros vocablos del indoeuropeo. Europa era una porción de tierra desconocida para los mayas y los aztecas, los sioux y los innu. Europa era la orilla norte del Mediterráneo, la rivera que miraba con envidia la grandeza de su vecina, y Europa era también la tierra que no se enteró del nacimiento del hijo de Dios en aquel otro rincón perdido del mundo llamado Belén. ¿Qué es Europa entonces?

Europa es una hoja en blanco, una tierra roturada e inculta, y el útero del mundo occidental. Es un espacio abierto a un acontecimiento. Es apertura y es, sobre todo, relación, que es la categoría filosófica olvidada y la esencia de nuestra tradición política. Relación es vida, es contacto con lo que no se es para seguir siendo lo que se es. El sujeto que se relaciona se refiere siempre a otra cosa y, por tanto, hablar de relación es hablar de otro que posibilita la inclinación de lo uno hacia lo otro. Para los medievales, la relación era problemática en cuanto a que podía no quedar claro si el sujeto que se relaciona es accidental o substancial. Dado que todo lo que se relaciona se relaciona hacia otro, uno era sustancia, y el otro accidente, y en este esquema resultaba difícil integrar que la relación siempre es lo que se da entre dos cosas y que, por tanto, relación es aquella “r” mayúscula que se da entre dos términos: (a-R-b). La relación encaja mal entre la sustancia y el accidente, porque esas categorías dejan en tierra de nadie a la relación. El debate es intenso entre los seguidores de la filosofía de Santo Tomás, y seríamos indiferentes a ello si no estuviésemos a punto de caer de nuevo en los viejos dilemas que reviven en el seno de un nuevo intelectualismo reaccionario.

Europa es San Benito, es la generación de un espacio para que suceda algo extraordinario, es la ocupación de lugares desiertos donde lo radicalmente otro pueda acontecer, y por ello Europa es cultura de tierras labradas, de casas de piedra y ciudades libres. La actitud de apertura europea se podría definir por oposición a la pagana “polis” griega, autárquica e incapaz de existir fuera de sí. Alejandro Magno la llevó hasta los confines de Asia y, con ello, agotó las posibilidades políticas de Grecia. Roma, por el contrario, como explica Remi Brague, abrió una nueva vía que impregnó a Europa de una identidad asimiladora e integradora.

La identidad europea es cristiana porque es tensión entre el mundo y lo que no es mundo, entre lo natural y lo sobrenatural, entre lo cósmico y lo particular, y esa tensión que hemos llamado relación es algo en sí y por sí, que sucede entre dos términos para unirlos por elevación y superación.

Europa es San Benito, es la generación de un espacio para que suceda algo extraordinario, es la ocupación de lugares desiertos donde lo radicalmente otro pueda acontecer

Europa ha sido útero y tierra roturada porque en ella, como en Roma, han germinado las simientes de otros lugares. Tiene mucho de cuneta de carretera, donde la enorme diversidad de flores y colores se debe al transporte de semillas a través de carreteras que conectan el mundo. Europa es “carrefour”, encrucijada, Medina en Castilla y Troyes en Francia, Danubio al este y camino de Santiago al oeste. Es flujo porque hay relación y, como decía Ranke, aquel sabio historiador germano, es historia porque es tensión. La corriente exige polaridad, tensión entre extremos, que no deben tocarse nunca ni alejarse demasiado. Europa genera vida cuando la tensión entre la Iglesia y el Estado, entre religión y política, entre el Estado y el Imperio, entre la sociedad y el gobierno, es equilibrada. Cuando se desequilibran los pesos entre los extremos se produce una pérdida de tensión.

Europa ha sido corriente y flujo porque ha sido extrema en sus márgenes y generosa en su centro. Asia no, porque Asia no es Europa. China para ellos es el gran centro del mundo, el espacio sobre el que más porción de cielo existe, es el medio de la gran cúpula celeste. Cuanto más cielo sobre sus cabezas, más puros, pero cuanto más se alejan del centro, más cerca tienen el techo de la cúpula, y menos puros son. Asia no puede ser excéntrica porque todo gira en torno a un mismo eje. La bandera de Japón es la proyección de esa cúpula con forma de quesera sobre el plano del mundo. Lo que está fuera del círculo es forastero, y lo que está dentro es tanto peor cuanto más alejado del centro.

Europa es relación, que es el nombre que hemos dado al flujo generado por los extremos, pero también conoce la exageración de los extremos: el cesaropapismo, el estatalismo, los totalitarismos ateos, los ultramontanismos y toda suerte de exageraciones monistas incapaces de soportar la tensión que se da entre los extremos. Las últimas tentaciones, las más posmodernas, han caído de un lado y del otro al mismo tiempo, como suele suceder, aunque sea por efecto pendular.

El siglo XX empezó con la ruptura de la tensión entre la nación y el imperio, exagerada en un principio por el imperialismo colonizador, y extremada después por un nacionalismo implosivo que aun hoy sigue sin resolverse, y acabó con el debate estéril de poner en un preámbulo de una Constitución que nació sin vida si las raíces europeas eran cristianas o no. Ulpiano recopiló en una compilación legislativa un derecho que ya estaba muerto porque ya no pertenecía a una práctica viva. Y la Europa descristianizada, pasada por el rodillo del nacionalismo y de las Guerras Mundiales, se contentó con poner o quitar una palabra tan vacía de vida como los conceptos de Nietzsche. Porque, en efecto, como diría aquel viejo loco, Europa es sobre todo metáfora.

Es la metáfora de la relación que, cuando no soporta la tensión, es capaz de perdonar para volver a empezar. Es la metáfora de la cruz, el punto donde lo horizontal y lo vertical de la historia se encuentran. Y Europa, que es la única realidad política histórica que es capaz de reinventarse después de haber sido raptada, como explicaba Luis Diez del Corral, nació de sus cenizas en la posguerra mundial, en la cuenca del Ruhr, esa gran sima que se convirtió en trinchera. La obra en común y la posibilidad de un destino compartido se impusieron a las razones y a las banderas de cada uno. Y de trinchera pasó a entendimiento porque unos hombres cristianos entendieron que su esencia era más renuncia que afirmación, perdón que condena, y diálogo más que monólogo. Schuman dijo que “la agrupación de las naciones europeas exige que la oposición secular entre Francia y Alemania quede superada”, y en esa sencilla afirmación volvió a señalar el origen de la identidad cristiana: lo que nos une es lo que somos, y nos une una relación que nos supera por elevación.

El perdón, que es la máxima relación que se puede dar es, sobre todo, y antes que nada, acontecimiento. Europa es ese hecho renovado una y mil veces a lo largo de una historia que se revolucionó de una vez y para siempre con el gran acontecimiento del perdón.

Armando Zerolo, profesor de la Universidad CEU San Pablo.

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